Columnista invitada (*) l Cada vez más trabajadores en la Argentina piden licencias por estrés, ansiedad o depresión. Pero entre el derecho a cuidar la salud mental y el control laboral, todavía hay un terreno lleno de dudas, prejuicios y silencios.
En los últimos años, hablar de
La mayoría de las licencias por salud mental se originan en un mismo núcleo: el estrés crónico y la falta de contención emocional en los entornos laborales. El trabajador no se quiebra de un día para otro. Se va apagando lentamente, entre sobrecargas, presiones, hostigamiento o desinterés institucional. En mi práctica clínica veo con frecuencia casos donde la depresión, la ansiedad o los ataques de pánico no aparecen por "fragilidad personal", sino como respuesta a un contexto que enferma.
El acoso laboral, la falta de límites horarios y la cultura del "estar siempre disponible" son factores de riesgo tan concretos como un accidente físico. Y sin embargo, cuando el cuerpo cede y aparece el certificado psiquiátrico, el paciente suele enfrentarse a otro tipo de maltrato: la desconfianza. "Si estuviera tan mal, no subiría fotos a las redes", escuché decir más de una vez. Pero salir a caminar, cocinar o ver una película durante una licencia no significa engaño. Significa que alguien intenta sobrevivir.
El artículo 210 de la LCT habilita al empleador a realizar un control médico y es razonable que exista. El problema es cuando ese control se transforma en una auditoría punitiva. El médico laboral no está para "desenmascarar" al paciente, sino para verificar su capacidad funcional y acompañar el retorno al trabajo de forma gradual. Convertir ese proceso en una persecución solo agrava el cuadro y prolonga el ausentismo.
En algunos países, como Chile o Suecia, los datos muestran un aumento sostenido en licencias por depresión y ansiedad. Parte de esa tendencia se explica por la mejora en el acceso a la salud mental, pero también por el agotamiento social y laboral postpandemia. En la Argentina, el fenómeno es similar: el estrés, la precarización y la falta de límites entre vida laboral y personal están generando un pico de malestar psíquico que los sistemas todavía no saben cómo administrar.
Una licencia psiquiátrica bien indicada puede ser una pausa reparadora. Evita el "presentismo", ese hábito tan argentino de ir a trabajar enfermo para no quedar mal, aunque eso empeore la salud y la productividad. Pero cuando el reposo se prolonga sin acompañamiento terapéutico, puede volverse un encierro emocional. El trabajo, cuando es sano, da estructura, vínculos, propósito. Alejarse demasiado tiempo puede generar culpa, miedo al regreso o incluso fobia al ámbito laboral, algo que observamos con frecuencia en pacientes que sufrieron burnout o mobbing.
Por eso, la licencia no debería pensarse como un castigo ni como un retiro, sino como parte del tratamiento integral. Y el retorno, como un proceso escalonado que respete los tiempos de la mente, no solo los plazos del calendario.
El sistema actual tiende a medicalizar el sufrimiento sin revisar sus causas. Detrás de cada certificado psiquiátrico hay un mensaje social que no conviene ignorar: estamos cansados. Cansados de sostener ritmos inhumanos, de medir nuestra valía en resultados, de no poder parar sin dar explicaciones. Las empresas, las obras sociales y el Estado tienen el desafío de crear circuitos de cuidado reales: protocolos de salud mental, programas de prevención y entornos que no castiguen la vulnerabilidad.
Tomarse una licencia no es rendirse. Es elegir seguir funcionando mañana. Y a veces, pedir un tiempo para curarse es el gesto más valiente que puede tener un trabajador.
(*) La Dra. María Luciana Ojeda (M.P. 07.257) es médica especialista en Psiquiatría. Diplomada en Adicciones, con formación en Terapia Dialéctico Comportamental y abordaje cognitivo integrativo. Fellow en Demencias y Enfermedad de Alzheimer.